Una de las facetas más interesantes relativas a las personas que enseñan a otras un arte, es cómo lo hacen, desde qué perspectiva y con qué propósito.
En ese sentido, es un gusto para mí poder relatar algo de lo que mi madre,- Encarnación, o "Ena", como le gustaba llamarse el último tiempo-, realizó en su labor educativa.
Lo que más le gustaba a ella era "alentar" a sus alumnos. Alentar es ni más ni menos que dar aliento, dar aire, viento, alas... Estaba convencida de que todos sus alumnos debían, -lo antes posible-, pasar por la experiencia de tocar frente al público. Y también creía, -y esto en su generación no fue nada frecuente-, que esa experiencia no estaba reservada a los mejores, sino a todos por igual.
Era bastante pintoresco para mí, observar ciertas caras de desaprobación en quienes se aburrían con los desaciertos y pifias que llegaban desde el escenario del por entonces Conservatorio Nacional de Música Carlos López Buchardo, -institución en que ambas nos formamos-, en las Audiciones mensuales.
Las mismas tenían por propósito justamente facilitar a los alumnos la experiencia de tocar ante el público, pero creería no equivocarme si digo que mi madre era la única que le daba esa posibilidad a todos sus discípulos por igual.
Tampoco era frecuente, -y me atrevería a decir que hoy tampoco lo es tanto-, que la metodología del profesor se cimentara en la devolución de los logros como primer objetivo. Es decir, lo primero que ella hacía después de escuchar a cualquier alumno era detenerse en lo mejor, lo más significativo que hubiera logrado a nivel técnico o expresivo. Luego, y sólo luego, pasaba con mucha calidez a repasar los desaciertos, y con una paciencia notable, a la repetición de aquello que según ella "estaba rengo", las veces necesarias para que dejara de estarlo o se encaminara.
Una de las pautas de estudio que supo legarme, consistía en nunca repetir una obra desde el principio ante una pifia o problema técnico, dado que eso equivalía a fortalecer lo que ya salía bien, para nunca terminar de abordar lo que salía mal. Su método esencial consistía en aislar el pasaje dificultoso y repetirlo lo más lento posible a fin de desmenuzar el lugar donde se escondía la dificultad, para barajar y dar de nuevo. Sólo recién cuando ese "pie rengo" podía seguir al sano, se retomaba la obra, siempre a la velocidad de la renguera.
Era lo cotidiano verla conversar en los pasillos con cuanto alumno se la encontrara, y la calidez ineludible que sabía brindarles. La vi recoger despojos de personas maltratadas por sus docentes de instrumento, en este caso, el piano, a punto de no poder o no querer tocar más. No sé si siempre logró que volvieran a hacerlo, pero al menos su actitud no sumó más daño al daño recibido a través de las críticas despiadadas, tan frecuente entre músicos y bailarines.
Tanto como profesora de Piano, como en su función de Regente y luego de Supervisora de la ex DINADEA (Dirección Nacional de Enseñanza Artística) nada la hizo más feliz que alentar alumnos y luego también a profesores de distintas regiones del país, en su labor. Una labor mil veces silenciosa, necesitada también de estímulo: formar músicos. Recuerdo como hija la experiencia en Santa Rosa, Rosario y Oberá, lugares a los que fue varias veces, y regresaba llena de admiración por la calidad y el caracter renovador de los conocimientos impartidos.
Reforzando ese propósito de contacto con el publico, creó su "Conjunto Brevis", que tuvo distintas etapas y formaciones, y a través del cual buscaba conjugar las posibilidades de los distintos integrantes en la interpretación de obras de dificultad afín, sobre todo de cámara.
Por el Conjunto Brevis pasaron muchos talentos que luego fueron reconocidos públicamente, y otros muchos instrumentistas y cantantes que no eran tan dotados, pero que seguramente podrán guardar en su memoria ese momento feliz de compartir música, que no otra cosa se propone la gran hermanadora de la humanidad que vernos disfrutarla y compartirla como uno de los mayores hallazgos del género humano.